miércoles, 25 de agosto de 2021

El gordo Pity

 Siempre tuve problemas para controlar mi ira. Ese sentimiento exasperante que nubla mi razonamiento y hace temblar mis manos es disparado por las más pequeñas situaciones, y cada vez con más frecuencia. Mi salud y las relaciones con mi entorno se ven dañadas por culpa de mi mal temperamento. Los ejercicios de respiración me generan ansiedad, por más loco que parezca. Algo que siempre resultó para mí es ponerme a meditar. Por eso aquí, con los ojos cerrados y las piernas entrecruzadas comienzo la exploración de mi propia mente. Transito por un túnel biomecánico hasta llegar a una compuerta que se abre para mostrarme un recuerdo de mi niñez. Allí me encuentro, sentado en el banco del salón de clases de mi escuela primaria. Estamos en clase de dibujo técnico. Con las grandes hojas Canson número seis desplegadas sobre las mesas nos queda poco espacio para movernos con soltura. A mi lado tengo al gordo Pity, un pibe grandote al que le gusta molestar. Está sentado conmigo porque el resto de los compañeros le tienen miedo, en cambio yo jamás demostré debilidad ante él. Pensándolo un poco, creo que me consideraba una especie de cómplice de sus fechorías. Sin embargo no era de mi agrado meterme con los demás. Siempre y cuando no me molestaran, claro.

 Recuerdo que ese día me encontraba especialmente frustrado. "Con la mecha corta" se suele decir. Pity borraba sus desalineados trazos y soplaba los residuos de la goma de borrar hacia mi lámina. Yo los apartaba con la mano y éstos terminaban por ensuciar mi dibujo. La ira se apoderó de mí con tal rapidez que ninguno de los presentes pudo verla venir. A modo de aclaración debo mencionar que el profesor de dibujo técnico, el señor Conike, era un enorme polaco que inspiraba respeto y al que nadie se atrevía a cuestionar. Mucho menos protagonizar un episodio de mala conducta en su clase. Pero en ese momento no pensaba en Conike, sólo pensaba en destruirle la cara al gordo Pity. En cuestión de segundos mis manos en estado de ebullición destrozaron por la mitad la lámina de mi compañero de banco. Fue genial. La ira me ha salvado de muchas situaciones que puedo calificar como peligrosas, y también me ha hecho reafirmar como persona en momentos límites. Pero también corresponde aceptar que me ha traído más que un dolor de cabeza. La meditación me hace apartarme de los recuerdos y de mis propios sentimientos con la misma facilidad con la que tiro una colilla de cigarrillo al piso. A la mierda el gordo Pity, yo me voy a surfear ésta ola de pensamientos y a buscar un lugar paradisíaco. No voy a desperdiciar una meditación pensando en momentos negativos. Quiero ir más allá, me quiero elevar. Y así me mantengo volando un poco, como en ala delta, atravesando los acantilados de mi propia mente hasta llegar a la casa de mi abuela Irma. Es domingo y hay un plato de ravioles humeante sobre la mesa. Queso rallado del barato y pan blanquito. Me encantaba el pan que vendían en el barrio de mi abuela. Volvería cualquier día que pudiera a esa casa encantada. Pero el recuerdo de esos ravioles me despierta un hambre que sacude un poco mi viaje astral y me tensa la cuerda que me une al mundo material. Voy volviendo lentamente a tomar el control de mi consciencia, dispuesto a pausar la búsqueda del nirvana aunque sea por un momento. La mente no funciona sin combustible y ya me dieron ganas de repetir los fideos que comí este mediodía.

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