martes, 17 de agosto de 2021

El Departamento Embrujado

Asquerosos imberbes -murmuraba para sí mientras avanzaba por la calle oscura envuelto en sus cavilaciones. Si había alguien a quien Carlos aborrecía era a sus vecinos. Se creen con la autoridad moral para decidir quién vive equivocado, pensaba. Ya verán, les demostraría que ni él ni su forma de vida se doblegarían ante sus exigencias. Estaba dispuesto a mudarse lo antes posible.

Riojabamba 2154, departamento 1. Largo y tendido se había discutido en el ceno de la familia de Carlos sobre quién se encargaría de pagar las expensas de aquel departamento abandonado. El número 1 de Riojabamba había pertenecido a su tía Raquel. Pobre señora… No se encontraba en sus cabales en el momento de su trágica muerte. Su comportamiento enigmático y reservado no permitían a nadie imaginar que se arrojaría desde la ventana del primer piso, fracturándose mortalmente el cuello.

Al llegar lo primero que llamó su atención fue la fachada. Manchas de humedad en la piedra pulida daban un aspecto decadente. Carlos dirigió su mirada al balcón del departamento 1, que daba a la calle. Adornado con estalactitas de musgo, un líquido verduzco goteaba sobre la vereda dejando una mancha que corroía las baldosas. Un viento helado hizo estremecer a Carlos, quien se apuró a buscar las llaves en su abrigo e ingresar al frío pasillo. En la penumbra pudo ver la amplia escalera de granito. Tanteó en la pared en busca del interruptor de luz. Qué extraño, recordaba que allí había uno, pero en ese momento no fue capaz de encontrarlo. ¿Cuántos años habían pasado de su última visita a su tía?


1996, la tía sonreía mientras guiaba a su pequeño sobrino de la mano. Mientras el pequeño Carlos apresuraba el paso en la escalera para acceder al número 1 la puerta de calle se cerró con un estrepitoso estruendo. Y la tía? Allí no había nadie. Se había quedado afuera. Las luces se apagaron. El pequeño Carlos se quedó parado, solo, en medio de aquella enorme escalera. Cuando se disponía a bajar, un picaporte produjo un chasquido y la luz del 1º se proyectó en el pasillo. Su tía lo llamaba desde lo alto para que se apure a entrar.


Y allí se encontraba nuevamente Carlos. En medio de esa oscura y amplia escalera de granito negro, se disponía nuevamente a ingresar al departamento de su tía. Pero esta vez sin la pesadumbre y desconfianza típica de la niñez.

Esta vez una sensación de libertad lo invadía. En el edificio no habían vecinos, y los dos pisos por encima estaban vacíos, según a él le constaba. Por fin podría embarcarse en esas interminables juergas con música a todo volumen e invitados indecorosos. Nadie podría decirle nada, ni siquiera sus padres señalarían el hecho de que ya estaba grande y debía salir a buscar trabajo.

Al abrir la puerta una tela de araña cayó sobre su rostro como un manto de fina seda. Apartándola con su brazo se refregó los ojos para descubrir la añeja habitación que le daba la bienvenida con un pesado aroma metálico. Apresuradamente encendió la luz para descubrir el estado de aquel espantoso lugar. El papel tapiz estaba desteñido y lleno de hongos, y la ventana por donde había saltado la tía Raquel estaba tapeada por destartaladas tablas de madera. Casi no existía superficie que se librara del espeso polvo. Carlos, agobiado por el trabajo que aquel departamento requería, comenzó a notar dificultad para respirar. Sin dudas había algo en aquel ambiente que le estaba afectando. Algo inseguro se dirigió hacia el baño. Es difícil explicar la sorpresa que se llevó al empujar la pesada puerta.

Contrario al estado general de aquel edificio abandonado, el baño se encontraba inmaculadamente limpio y reluciente. Como si de una extraña proyección del pasado se tratara, Carlos tuvo la sensación de haber ingresado en una especie de máquina del tiempo al atravesar el umbral de aquel baño. Luminosos, los azulejos verdes le devolvían su distorsionado reflejo. La grifería de cromo reluciente destellaba como recién pulida, y el espejo tenía tal nitidez que graficaba con detallado realismo las imperfecciones de su cara.

Desconcertado por lo irreal de la situación, se le ocurrió girar el grifo del lavamanos, lo que produjo un desagradable sonido que hizo estremecer el suelo, las paredes, el techo y al propio Carlos. Sintió el sonido del agua precipitándose lentamente a través de la cañería. Pero el agua se contuvo de salir. En cambio un borbotón de denso barro salió disparado en el lavamanos salpicándole los ojos y haciéndolo tambalear hacia atrás. Sintió como el espeso menjunje lo escupía todo a su alrededor, mientras buscaba a tientas cerrar la canilla. Pero antes de llegar a cerrarla su mirada incrédula se enfocó en el espejo. Lo que allí vió transformó la expresión de su rostro en auténtico y frenético terror.

Su rostro ya no era su rostro. Era como si el barro hubiera derretido su retina, sus facciones, sus huesos y hasta el propio espejo. De pie frente a él se encontraba una demacrada y desproporcionada cara amorfa que lo miraba como ahogada en un grito desesperado. Ante la irreal pero tangible escena que allí sucedía Carlos sólo pudo huir despavorido. Sus brazos y piernas eran arrastrados por la urgencia de salir de allí. Dando tumbos y parcialmente enceguecido se dirigió hacia la salida. Pero la sensación de ser perseguido por ese rostro desgarrado se trasladó hacia delante cuando se topó con una figura de pie que le impedía la salida hacia la escalera. El cuerpo de una anciana decrépita de aspecto mortuorio lo observaba con una amplia sonrisa burlona de dientes podridos, sostenidos por un cuello retorcido y ennegrecido. Con movimientos antinaturales la figura se abalanzó hacia él, haciéndolo retroceder como una estampida a través de las antiguas maderas de la ventana que cedieron al primer contacto, precipitándolo con fuerza hacia el abismo.

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